Clásicos



LA BELLA DURMIENTE. 
De los hermanos Grimm. 
Ilustrado por Diego Moscato




En un lugar remoto, hace mucho tiempo atrás, vivían un rey y una reina que todos los días exclamaban:

“¡Ah, qué felicidad si tuviéramos un hijo!”.

Pero pasaron varios años sin que tuvieran ninguno.

Hasta que cierto día, cuando la reina se estaba bañando en el río, una rana saltó del agua y le dijo:

–Tus deseos serán cumplidos. Antes de un año darás a luz a una hija.



Y tal como lo vaticinara la rana, antes de un año la reina tuvo una niña tan pero tan hermosa que el rey no podía contener su alegría y quiso celebrar el nacimiento con una gran fiesta.

Invitó a los reyes de países vecinos, a los amigos, nobles y conocidos, y también a las hadas del reino. Quería disponerlas favorablemente para el porvenir de la niña.

Las hadas de aquel reino eran trece, pero como el rey solo poseía doce platos de oro y quería ponerles a todas cubiertos iguales –pues las hadas son muy susceptibles-, invitó al banquete sólo a doce.



La fiesta fue verdaderamente espléndida y, al final del banquete, las hadas ofrecieron sus dones a la recién nacida.

La primera le dio la virtud; la segunda, la belleza; la tercera, la riqueza; y, así sucesivamente, le otorgaron todo aquello que en el mundo pueda desearse.

Estaba por anunciar su ofrenda la número doce cuando un silencio de muerte invadió el salón del palacio. Las puertas se abrieron de par en par y dejaron pasar a la vieja hada que no había sido invitada. Quería vengarse por el desaire sufrido y, sin saludar ni mirar a nadie, extendió la huesuda mano de largas uñas y exclamó con voz ronca:

‒La princesa se pinchará con el huso de una rueca al cumplir los quince años y caerá muerta.

Sin decir una palabra más, dio media vuelta y dejó el salón.



Todos los presentes sintieron gran terror. Pero faltaba que la duodécima hada otorgara su don.

He ahí que la joven hada se adelantó para tomar la palabra.

No tenía el poder para cambiar el destino fijado por la anterior, pero sí para atenuarlo. Mirando a la niña y a sus padres, así dijo con voz dulce:

‒La princesita no caerá muerta. Se sumirá en un profundo sueño que durará cien años y del que despertará con el beso de un amor verdadero.



El rey, ansioso por proteger a su amada hija de la desdicha, ordenó que todas las ruecas del reino fueran quemadas.

Mientras la niña crecía, las predicciones de las hadas se cumplían. En ella se apreciaban todos los dones que le habían concedido. La princesita creció tan hermosa, modesta, amable e inteligente, que nadie podía verla sin amarla.



Más he aquí que cierto día, cuando la princesita cumplió los quince años, el rey y la reina se hallaban ausentes del palacio.
La jovencita se quedó sola y quiso conocer todos los rincones del castillo. Entró y salió de todas las habitaciones que se le antojaban hasta que llegó a una torre. Subió por una estrecha escalera escondida y llegó a una puertecita que nunca antes había visto. En la cerradura, se veía una llave enmohecida. La princesa giró la llave y la puerta se abrió.

En la pequeña habitación, una viejecita, con un huso en la mano, hilaba laboriosamente lino blanco como la nieve.

‒Buenos días, buena mujer –saludó la princesa‒.
¿Qué estáis haciendo?

‒Estoy hilando –contestó la vieja.

Y la princesa, tomando la rueca quiso hilar también.



Apenas hubo tocado la rueca, el destino se cumplió fatalmente.
La princesa se pinchó el dedo con el huso y, en ese mismo momento, cayó sobre el lecho que estaba en la habitación y se quedó dormida con un profundo sueño que pronto se propagó por todo el castillo.



El rey la reina, que acababan de llegar y estaban en el vestíbulo de palacio, se quedaron dormidos allí mismo y, con ellos, toda la corte.

Se durmieron los caballos en el establo, los perros en el patio, las palomas en el palomar, las moscas en las paredes. La llama del fuego del hogar quedó inmóvil y dormida y los manjares de la cocina quedaron a medio asar.

El cocinero, que en aquel momento levantaba el brazo para pegarle al ayudante que había hecho una travesura, se quedó dormido con el brazo en alto. La cocinera se durmió desplumando a una gallina. Hasta el viento se detuvo y ya no se movió ni una hojita en los árboles que había en los jardines del castillo.



Al tiempo, comenzó a crecer alrededor del castillo un seto de rosales silvestres. Cada año las rosas crecían y se enredaban hacia arriba, más y más altas, hasta que al fin cubrieron las murallas por completo. Tanto crecieron que, al cabo de un tiempo, ya no se veía nada del palacio, ni siquiera el tejado o la punta de la torre.

Así fue como se extendió por las comarcas vecinas la leyenda de la Bella Durmiente del Bosque, pues con ese nombre llamaron desde entonces a la hija del rey.

A lo largo de muchos años, incontables príncipes trataron de atravesar el seto de rosas para entrar en el castillo. Muchos retrocedieron cuando las espinas de las rosas, gruesas y fuertes, les herían las manos y el rostro. Otros, los más osados, murieron allí, sujetos por las ramas espinosas que les cerraban el paso.



Tras largos y largos años, un forastero llegó al país. Era el hijo de un rey y andaba en busca de aventuras. Escuchó relatar a un anciano la leyenda del castillo oculto en el seto de rosas silvestres y la historia de la doncella más hermosa del mundo que dormía desde hacía cien años en sus habitaciones, junto con el rey, la reina y los cortesanos.

El joven supo, además, por el relato del anciano, que muchos príncipes habían pretendido atravesar la muralla de rosas, pero que habían perecido de cruel muerte, atrapados entre las espinas.

Entonces, el joven príncipe anunció:

‒Yo no temo a las espinas. Quiero ver a la bella durmiente.

Y por mucho que el buen viejo intentó disuadirlo, el príncipe no quiso escuchar sus palabras.



Pero habían transcurrido los cien años justos fijados por el hada duodécima y llegado el día en que Rosa Silvestre debía despertar. Cuando el hijo del rey se aproximó a la muralla de rosales silvestres, encontró que estaba totalmente florecida, cubierta de grandes rosas fragantes. Las flores y las ramas lo dejaban pasar sin causarle ningún daño y volvían a cerrarse detrás de él, como un vallado.

En el patio del palacio y en las cuadras vio a los caballos y a los perros todavía dormidos; en el tejado dormían las palomas con la cabeza bajo el ala y, cuando entró en el palacio, las moscas en las paredes dormían también. En la cocina, la cocinera seguía con el ave en su regazo dispuesta a desplumarla. El rey y la reina dormían también, cerca del trono, junto con su corte.



El joven siguió atravesando los pasillos, tan quietos y silenciosos que podía oír su propia respiración.

Al fin, llegó a la escalerilla de la torre, la subió y abrió la puerta de la pequeñísima habitación en que Rosa Silvestre se había dormido. Allí seguía la princesa tendida sobre el lecho.
Estaba tan hermosa que el príncipe no podía apartar de ella sus ojos y, como encantado, se inclinó y la besó.

Apenas la tocaron sus labios, Rosa Silvestre abrió los ojos y le dirigió una mirada llena de amor. Bajaron juntos, tomados de las manos, a los salones del palacio donde todo el mundo se iba despertando.



El rey se despertó, lo mismo que la reina y todos los cortesanos, que se contemplaban unos a otros con los ojos llenos de asombro. Los caballos en el establo se pusieron de pie y relincharon de alegría; los perros empezaron a brincar, meneando la cola; las palomas, en el tejado, levantaron las cabezas de bajo las alas, miraron alrededor y volaron hacia los campos; las moscas continuaron su aleteo por las salas y el fuego, tanto en la chimenea como en la cocina, se levantó y avivó sus llamas. Las marmitas comenzaron a hervir. El cocinero dejó caer la mano sobre el ayudante y le hizo proferir un chillido, mientras la cocinera terminaba de desplumar el ave.

En poco tiempo, con mucho esplendor y pompa se celebró la boda del Príncipe con Rosa Silvestre. La fiesta fue magnífica y el rey y la reina, el príncipe y la princesa vivieron felices hasta el fin de sus días.




Fin

La bella durmiente. De los hermanos Grimm. Ilustrado por Diego Moscato
Seleccion de textos: María Elena Cuter y Cinthia Kuperman
Adaptación: Jimena Dib
Cuidado de la edición y corrección: Martin Alzueta
Diseño gráfico: Malena Cascioli
Copyright: IIPE - UNESCO 2009 / EUDEBA 2012
La bella durmiente / 1a ed. - Buenos Aires: Eudeba; La Plata: Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires. Programa Textos Escolares para Todos, 2012.

Extraído de https://biblio-cuentos.blogspot.com/2015/01/la-bella-durmiente-de-los-hermanos.html




No dejes de leer esta "revisión" o "reversión" de La bella rugiente, de Adela Basch y Luciana Murzi



La bella rugiente
de Adela Basch y Luciana Murzi


Hubo una vez una reina y un rey a los que la gente quería mucho.
Y también era mucho lo que la gente sufría al ver que la reina y el rey deseaban tener hijos y no podían.

Hasta que finalmente un día ocurrió lo que todo el reino esperaba. La noticia corrió de boca en boca y de corazón a corazón. ¡Acababa de nacer una pequeña princesa!



Y para celebrarlo hubo en el reino de nuestro cuento una gran fiesta. La reina y el rey, que estaban contentísimos con el nacimiento de su hija, invitaron a todos sus amigos del reino y de los países vecinos.

También invitaron a todas las hadas que conocían, que eran siete, para que fueran las madrinas de la recién nacida. Porque en esos tiempos las hadas acostumbraban dar un don a cada niña y a cada niño que nacían. Es muy posible que eso siga ocurriendo hasta el día de hoy, aunque haya muchas personas que dejaron de creer en la existencia de las hadas.

Pero la reina y el rey, tan entusiasmados que estaban con su princesita y con la fiesta, cometieron un grave error. Gravísimo. Un error terrible. Espantoso. Un error que todos lamentarían mucho con lamentaciones tremendas. Bueno, en realidad lo que cometieron no fue un error. Fue un olvido. Y ellos no tuvieron la culpa.

Esto fue lo que pasó: cuando los músicos comenzaban a llenar los salones del palacio de sonidos maravillosos y los platos se llenaban de manjares sabrosísimos y los vasos se llenaban de bebidas deliciosas y todas las caras se llenaban de sonrisas alegres, entró un hada llena de maldad y el aire se llenó de sus feroces gritos.

—¿Se puede saber por qué a mí no me invitaron?

Por un momento todos se quedaron sorprendidos y paralizados al oír esas palabras. Por fin la reina reaccionó y, horrorizada ante la inesperada visitante, respondió:

—Porque durante los últimos treinta años no hay nadie que se haya encontrado con usted, ni que la haya visto ni que tuviera noticias suyas.

—Y, además, porque todos creíamos que se había mudado o ido de viaje por el mundo. Nadie sabía que estaba acá —agregó el rey.

—¡Yo tengo derecho a estar en esta fiesta aunque no me hayan invitado!

—Yo no sé si usted tiene derecho o tiene torcido, pero, por favor, dígame cómo quería que la invitáramos si no sabíamos dónde estaba —exclamó la reina con indignación.

—¡Eso no es asunto mío! ¡Ustedes no me invitaron y se terminó! Y ahora, si me permiten, creo que en esta fiesta hay músicos demasiado buenos y manjares demasiado exquisitos para que sigamos discutiendo. Sugiero que disfrutemos de este momento —dijo el hada malvada y se abalanzó sobre los platos de comida y las jarras de bebida y durante un largo rato se dedicó solo a llenarse el estómago.

Justo cuando empezaba a sentir que ya no le cabía ni una miga de pan, vio que todas las otras hadas se acercaban a la cuna donde sonreía la pequeña princesa y comenzaban a darle sus dones. Entonces, ella se ubicó en el último lugar.

Una tras otra, las hadas le fueron diciendo frases muy agradables como: “Serás muy inteligente”, “Tendrás muchísimos amigos y amigas”, “Tendrás fuerza de voluntad para lograr lo que te propongas”, “Tu corazón estará colmado de bondad”, “La felicidad te acompañará toda la vida”. Hasta que llegó el turno del hada malvada. Y esto fue lo que dijo:

—Cuando la princesa esté creciendo y vaya camino de dejar de ser adolescente para convertirse en mujer, se pinchará con una aguja de coser y morirá.



Después, largó unas grandes risotadas y se fue, mientras todos volvían a quedar sorprendidos y paralizados por el temor. Bueno, en realidad no todos. Porque la pequeña princesa, que por cierto era muy bella, como lo son todos los bebés, se irguió en su cuna. Y aunque era casi una recién nacida, rugió con todas sus fuerzas, que eran muy grandes: “Grrrrr grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr”.

Nuevamente, todos se sorprendieron y se paralizaron. No, todos no. Hubo un hada petisa y regordeta que desde el fondo del salón dijo tímidamente:

—Disculpen, pero una de mis habilidades mágicas es saber interpretar rugidos. Pero no sé si voy a poder repetir lo que acaba de decir la niña...

—¡Por favor, señora hada, traduzca las palabras de nuestra hija! —le rogaron el rey y la reina.

—Ehhh... bueno... Acaba de decir ni más ni menos lo siguiente: “¿Pero quién te creés que sos?”.

La niña siguió rugiendo, y el hada siguió traduciendo para el resto de los presentes.

—Grgrgrgrgrrrrrrrrrrrrrrr grgr gggrrrgrr gr.

—Ahora la princesa dice: “Escuchen bien todos. Por un tiempo no hay nada que temer. Van a pasar unos cuantos años hasta que yo esté en camino de dejar de ser adolescente. Por ahora soy solamente un bebé. Así que tranquilícense, disfruten de esta maravillosa fiesta y vivan en paz”.

Aunque toda la gente, incluidos la reina y el rey, estaban un poco confundidos por el idioma en el que hablaba la niña y también un poco mareados por las traducciones del hada, lograron serenarse y la fiesta continuó.

Y hasta que aprendió a hablar como lo hace cualquier chica o chico, la princesa continuó comunicándose en el idioma de los rugidos, sobre todo cada vez que pasaba cerca de alguien que estuviera cosiendo o cuando veía una aguja. Pero, lamentablemente, nadie entendía lo que decía porque el hada que sabía comprender qué significaba “grrr” y qué cosa “grgrgrggrg” no había aceptado vivir en el palacio ya que tenía otras muchas obligaciones mágicas que cumplir por el mundo.

Lo curioso fue que los rugidos nunca abandonaron a la princesa. Aprendió a hablar, sí, pero lo hacía en un volumen tan alto pero tan alto que sus palabras seguían sonando como rugidos furiosos. Fuera de eso, su vida de niña fue muy parecida a la de los otros niños que vivían en el mismo reino. Y lo mismo sucedió con los primeros años de su adolescencia.

Pero un día, cuando esta etapa de su vida iba llegando a su fin y todos parecían haber olvidado la amenaza del hada malvada, la princesa gritó:

—¡Quiero que ya mismo venga alguien que sepa mucho de ciencias y de inventos y que tenga una gran sabiduría!

Como su rugido había sido tan fuerte, se había escuchado en todo el reino y también en los países vecinos. Por eso inmediatamente se presentó una mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora.



En cuanto la princesa la vio, percibió que la mujer era exactamente lo que parecía ser.

—Por favor —exclamó con un rugido que a pesar de ser un rugido era amable y cortés—, necesito una vacuna contra pinchaduras de aguja.

—Pero… eso es algo que no existe, querida princesa.

—Ya lo sé. Si existiera, no la habría llamado. Pero hay muchas cosas que no existen hasta que alguien las inventa.



—Está bien, querida, ya entendí —dijo la mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora, que tenía una mente más rápida que un relámpago. Y después de despedirse, se marchó.

Una semana después, la mujer volvió al palacio. Traía un frasco en la mano y se dirigió a la princesa:

—Bébete todo el contenido antes del almuerzo. Es una vacuna contra pinchaduras de aguja. De aquí en adelante ninguna pinchadura podrá hacerte daño.

La princesa le agradeció y le dio un abrazo. La reina y el rey la saludaron con una reverencia y le aseguraron que recibiría una merecida recompensa.

Todo el reino suspiró aliviado y la gente se fue olvidando del hada malvada. Incluso la princesa, para demostrar la efectividad de la vacuna, dedicó todas sus tardes a la costura y al bordado. Se pinchó una y mil veces sin sufrir ninguna maldición, salvo algunos dolores que la joven acompañaba con rugidos atronadores.

Un tiempo después llegó al reino un joven que enseguida llamó la atención de todos. Recorría las calles preguntando en voz alta: “¿Dónde está?, ¿dónde está?, ¿dónde está?”. Como nadie sabía qué estaba buscando, nadie le respondía y se pasó varios días caminando de un lado a otro y preguntando lo mismo.



Hasta que llegó al palacio, entró a los jardines y encontró a una muchacha a la que, por supuesto, preguntó:

—¿Dónde está?

—¿Dónde está quién? —preguntó a su vez la muchacha, que no era otra que la princesa.

—Soy un príncipe y se supone que vengo a despertar a una bella princesa que parece muerta desde hace años pero que va a revivir con mi beso.

—Ah, soy yo —dijo la princesa.

—Pero se supone que un hada malvada te hechizó y te pinchaste con una aguja y te quedaste como muerta y todo el mundo está esperando que yo llegue para despertarte de un sueño de años.

Entonces la princesa soltó un rugido tan poderoso que no solo atravesó los oídos del príncipe sino los de todos los habitantes del reino y de varios países vecinos.

—¿Vos te creés que iba a esperarte sentada? ¿Y si no venías? ¿Y si te perdías? ¿Y si te morías antes de encontrarme? Yo no iba a dejar que mi vida dependiera de algo tan incierto.

—Bueno, esteeee, pero... —dijo él, intentando armar una frase sensata.

—Además, yo coso, bordo, hilvano y tejo. Me pincho cuando quiero y no me muero ni un poco. También duermo siestas y me despierto cuando se me da la gana.

—¿Y ahora qué hago? —murmuró el príncipe con un hilo de voz—. Yo tenía una misión para cumplir.

—¿Qué ibas a hacer para salvarme? —preguntó la princesa con una sonrisa.

—Te iba a dar un beso que te haría revivir.

—Entonces, en realidad, esa era tu misión: darme un beso. ¿Y por qué no me lo das ahora?

—¡Qué buena idea! —respondió el joven mientras la princesa y él se acercaban cada vez más.




El final de este cuento no necesita mucho más. A nadie le resultará muy difícil imaginar que al poco tiempo se celebró un casamiento. Del hada malvada nunca se volvió a saber, pero eso no tiene la menor importancia.

FIN

Extraído de https://garabatodearchivos.blogspot.com/2019/12/la-bella-rugiente-de-adela-basch-y.html


LA BELLA RUGIENTE
Autoras: BASCH, ADELA / MURZI, LUCIANA
Ilustración: AIMAR, GUSTAVO
Editorial: LONGSELLER
Los libros de Adela Basch y Luciana Murzi:
“La bella rugiente”, “El gato con botes”,
“Caperucita arroja” y “Blancalluvias y los siete gigantotes”
Serie Primeros Lectores. Longseller Educación



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